Últimamente, se ha extendido una cultura que tiende a considerar los problemas como oportunidades de mejora. Probablemente, este enfoque trate de reducir la presión sobre el personal que trabaja para solventar cierta situación adversa o incluso pretende evitar la tentación de señalar a alguien como el causante de una desviación determinada. Independientemente de las razones que justifiquen esta denominación, debemos aprender a denominar las cosas por su nombre y, en este caso, es importante entender que un problema no es lo mismo que una oportunidad.
Podemos definir un problema como toda desviación del estándar que tiene un impacto negativo sobre el resultado del proceso en los niveles de calidad, en la productividad o en las entregas de un producto. La resolución de esta situación anómala es básica para recuperar la situación estándar de partida y el equipo que trabaja esta área afectada debe realizar todos los esfuerzos necesarios para ello.
En cambio, una oportunidad es la posibilidad más o menos factible de mejorar un proceso y, como resultado de esta mejora, establecer un estándar más ambicioso. En definitiva, aunque podemos concluir que en ambos casos el equipo que aborda las acciones pretende desarrollar una serie de mejoras, seguro que aceptaremos que los niveles de urgencia para la puesta en marcha de las contramedidas no son ni mucho menos los mismos en cada caso.
Esto nos lleva al siguiente punto: en todo proceso es necesario establecer una jerarquía en las actividades de resolución de problemas. Debemos determinar quién debe tratar cada tipo de problema en función de su gravedad o complejidad para saber en qué momento, es preciso levantar la mano para solicitar ayuda de un estamento superior. Siguiendo esta filosofía, es muy habitual dividir los problemas en las siguientes categorías, predeterminando el equipo que debe participar en cada caso: