Hace unos días, me dirigí a un restaurante al que, desde no hace mucho tiempo, suelo ir a comer de vez en cuando. De manera rutinaria, me hicieron entrega del menú del día (una pequeña hoja, con 3 primeros platos, tres segundos y tres postres, a elegir). Ojeé el menú e hice mi selección. Hasta aquí nada extraordinario. Pero cual fue mi sorpresa al ver a unos nuevos comensales que entraron posteriormente y que en el momento de elegir su menú, lo personalizaron totalmente a sus gustos y preferencias del momento, a base de desfigurar totalmente el menú escrito. Es decir, adaptaron su comida con platos que no estaban en el menú, pero que el responsable del restaurante aceptaba, y que se podían hacer y servir al momento.
Me quedé un tanto sorprendido, por lo que le pregunté al responsable del restaurante si el cambio de platos del menú era posible, a lo que me contestó que sí, que “cerrar un menú era un castigo para el cliente” (sic). Alguien puede decir que lo sucedido no tiene nada de raro, y que eso es lo que se denomina “comer a la carta”. Pero tengo que contradecir ese posible pensamiento, puesto que el precio del menú se mantiene fijo a pesar de haber solicitado otros platos.
Si pensamos un poco en la anécdota y la llevamos a nuestro ámbito de trabajo diario, veremos que ocurren cosas, en ciertas ocasiones y situaciones, que al patrón del restaurante ya no le pasan:
¿Qué debemos procesar en nuestras mentes, qué debemos establecer en nuestros procesos, para poder afrontar esos cambios que van a llegar, o que nos van a ser muy útiles para obtener ventajas competitivas ante nuestros clientes?
No hay más: saber a qué y dónde jugamos; tener nuestros procesos muy bien estudiados; y ser tremendamente rápidos en la acción, como ya ha procesado el dueño del restaurante. Con ello, conseguiremos que nuestros clientes no se desfidelicen y nos abandonen por otras empresas, ya que verán que, esta vez de verdad, ellos son el sentido de nuestra existencia, y así se lo demostramos.